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Finalidades y valores de la escuela

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Armen Tarpinian, publicado el 30 de noviembre de 2010.

Interrogarse sobre la escuela, sobre sus finalidades, su capacidad de despertar y de satisfacer el deseo de aprender del niño, sobre su fuerza de socialización o, por el contrario, sobre la violencia implícita de su funcionamiento elitista y las inadaptaciones que éste conlleva, es interrogarse sobre los valores que la sustentan. Al respecto, puede afirmarse que en términos de cultura, es decir de valores consciente o inconscientemente transmitidos, la escuela es el producto de la sociedad en su conjunto y la sociedad, el producto de la escuela.

El niño, impregnado de valores transmitidos por su medio, introduce en la escuela los gérmenes de sociabilidad y de rivalidad desarrollados en el círculo familiar. Allí encuentra a los docentes, en su mayoría padres, que nunca abandonaron el medio escolar… Mejorando o empeorando la necesidad de estima y de confianza en sí del niño, la escuela fortifica la sociabilidad o refuerza la rivalidad. Confianza o desconfianza hacia sí mismo y hacia otro, tributarias de los valores y de los comportamientos variables de los principales agentes en presencia: padres, docentes, compañeros, y según los modos de funcionamiento de la institución escolar en general y de cada escuela en particular: hay una cultura de escuela como hay una cultura de empresa.

Lamentablemente, la clasificación cualitativa de las escuelas se hace sólo en función del éxito en los diplomas –que no son en sí mismos una garantía de realización personal- sin incluir las cualidades fundamentales que hacen de un individuo una persona: autonomía, sentimiento de responsabilidad, espíritu crítico, confianza en sus propias potencialidades, capacidad de cooperación, etc. Cualidades que sin embargo constituyen la mejor condición para una fecunda apropiación de los saberes. Cualidades para las cuales ni los adultos ni los alumnos han recibido una formación práctica apropiada y que la institución, por sus modos de funcionamiento competitivo, casi no favorece.

Teniendo en cuenta la continuidad cultural entre la sociedad, la familia y la escuela, es inútil oponerlas, a pesar de sus campos de acción diferentes. Los docentes se angustian o « se rebelan », con razón, frente a la tendencia a hacer de ellos los “solucionadores” de las dificultades de la vida como las carencias educativas de ciertas familias, aunque también se equivocarían al pensar que su tarea es sólo la de transmitir saberes. Este rechazo en considerar el aspecto relacional y educativo de la profesión no es neutro, ya que esto lleva al docente a desconocer los sentimientos y las intenciones que sobredeterminan sus juicios de valor y sus comportamientos hacia los alumnos. Es ignorar, a veces gravemente, la repercusión de la relación afectiva docente-alumno sobre los procesos de aprendizajes cognitivos.

Ionesco mostró en su famosa obra "La lección" el absurdo al que puede llegar simbólicamente la actitud extrema que haría del docente un simple transmisor de saberes frente al alumno-embudo. El profesor de "La lección" se enorgullece de preparar para un « doctorado total » a una alumna que, identificada totalmente con el espíritu de competencia exacerbada del sistema escolar, se impone ciegamente aprobarlo (la oferta y la demanda se mantienen mutuamente). A pesar de los avisos de la celadora que, antes de hacer entrar a los alumnos, pone al profesor en guardia contra su violencia pedagógica, éste, rabioso de impotencia por no poder transmitir los conocimientos más elementales, termina por estrangular, después de a varios otros, a la estudiante lela…

Rendimiento y Desarrollo

Puede decirse, esquemáticamente, que la sociedad, y por lo tanto la familia y la escuela, oscilan entre dos redes de motivaciones y de valores organizados alrededor de:

  • un objetivo de rendimiento exaltado o inhibido por el individualismo excesivo y el espíritu de competencia; objetivo que conduce más a un trabajo de condicionamiento que de educación;
  • y un objetivo de desarrollo de las potencialidades individuales que asocia autonomía y cooperación, cultivando así el campo de la responsabilidad del ser íntimo y del ser social. Objetivo que, saliendo de la lotería de la igualdad de oportunidades, incluye necesariamente el éxito de cada alumno.

La primera red está polarizada sobre la búsqueda de la inserción social. Esta, en el espíritu de los padres y en la tarea de los docentes, está basada en la excelencia del rendimiento escolar (diplomas) y en la predominancia de sí sobre el otro erigida en prueba de valor personal y social.

En la crisis actual del empleo, la primera red de motivaciones, que apunta al rendimiento, se encuentra fuertemente desestabilizada, ya que el diploma no es más el pasaporte seguro hacia el futuro profesional, aun cuando sigue siendo el pequeño arco de triunfo bajo el cual siempre se quiere pasar.

Relacionado con la crisis económica mundial, el equilibrio entre estas dos redes de motivación remite a la misma problemática: ¿cómo actuar para que los valores de rendimiento estén subordinados a los valores de desarrollo y de equilibrio social, económico y ecológico que incluyen el rendimiento pero regulándolo?

En realidad, la situación lleva a cada vez más padres, docentes y alumnos, responsables sindicales y políticos, a cuestionarse sobre los valores y las finalidades de la escuela. Algo que, en definitiva, conduce a cuestionarse sobre el sentido de la vida.

En el caso en que la necesidad de amor y de autoestima –de confianza en sus capacidades- no ha sido suficientemente satisfecha en la familia, el niño, según su temperamento y sus experiencias propias, entra a la escuela hipersensible y vulnerable, o, por el contrario, agresivo y dominante. Se ve arrojado a una aventura cuyos resultados son ansiosamente vigilados por muchos padres. La necesidad de estima tiende entonces a transformarse en carrera hacia la estima, obsesión de ganarle al otro o temor por ser superado. Se crea temores fóbicos y preferencias sobrecompensadoras respecto de tal o cual materia (francés, cálculo, etc.) que desorganizan la coherencia de los aprendizajes elementales y contribuyen a la aparición de los síntomas típicos (dislexia, disortografía, discalculalia).

En lugar del placer de aprender se establece poco a poco una obsesión por el trabajo escolar a veces cargada por la frustración-sanción que atenta contra la libertad del juego. Hay que observar que la carrera obsesiva por el éxito, que puede transformarse en neurosis de éxito, subyace y rige la neurosis de fracaso en la medida en que los valores comunes de hipercompetencia –reforzados por la preocupación de seguridad por el futuro del niño— marcan fuertemente el clima de la familia y de la escuela.

De manera más general, el éxito escolar pasa a ser el espejo deformante en el cual cada niño o adolescente, así como los adultos que lo rodean, se juzga, juzga al otro, se compara y se siente juzgado. Así se crea un nudo afectivo que ajusta o desajusta la mirada reprobadora o confiable del otro.

El efecto Pigmalión

A este respecto todo docente vive, sin tener forzosamente conciencia de ello ni aprovechándolo, el efecto Pigmalión. El fenómeno que éste designa fue ampliamente probado, demostrando que el niño mejora mucho más cuando los adultos creen en sus potencialidades. De este modo, luego de resultados ficticios de pruebas suministradas en una misma clase, los “malos alumnos” cuyo C.I. — la imagen — fue sobrevalorado arbitrariamente por el experimentador antes los docentes, ven mejoras en su rendimiento escolar, contrariamente a los “malos alumnos” que no han tenido la misma apreciación. No es etiquetando al torpe de “torpe” como se lo ayuda a despertar su potencial de rendimiento.

La experiencia, metódicamente dirigida, demostró que la ausencia de « rendimiento escolar » — con todos los riesgos de inadaptación y de comportamientos asociales que genera — no es una prueba de la ausencia de medios. El docente sagaz apuesta siempre a que la torpeza no es la idiotez; también sabe que la pereza es un desvío de energías debido a la angustia de fracasar, a la pérdida de estima y al aburrimiento, incluso a la falta de gusto por aprender. Es efecto de la desconcentración y de la evasión hacia otras fuentes de satisfacción que compensan las que el niño no consigue en la escuela.

A estas evasiones, a estas ensoñaciones que lo desconcentran, o a los comportamientos exageradamente lúdicos (payasadas) o agresivos, el niño con problemas de escolarización sabe aportar las falsas justificaciones más sutiles y más autosugestivas. Esta tendencia a la falsa racionalización — a la falsa motivación — ya esbozada en la familia, encuentra en la escuela en qué reforzarse y complicarse. Es así, escribía Diel, « como a la edad en la que el intelecto tiende a disciplinarse, es la indisciplina la que se intelectualiza… ».

Agreguemos también que no se lo ayuda al niño a abandonar las máscaras con las que cubre su desesperación tratándolo como una simple víctima. Más allá de la responsabilidad del medio familiar, social o escolar, el niño sabe en el fondo que es corresponsable de lo que vive. Una empatía sincera del adulto, mucho tacto y un poco de humor despiertan por lo general su capacidad de autocrítica y su esperanza de cambio: si en algo es responsable de lo que le pasa, puede entonces hacer algo. “Yo sé por qué mi padre se enoja tanto conmigo”, decía un niño de ocho años: “es porque yo lo enfrento… ». El temor de subestimación suele ser tan fuerte en el niño que éste prefiere, como lo confesaba un adolescente de 14 años, parecer un haragán antes que un idiota frente a las notas que a su padre “de todas maneras nunca conformarán”. Por eso estudiaba más de lo que su padre pensaba, pero ¡a escondidas!

Cuando la escuela capta hasta este punto la búsqueda de identidad y de estima, no hay que asombrarse de que el fracaso escolar, asociado con otras frustraciones familiares, sociales y culturales, implique en ciertos sujetos las manifestaciones de auto-decepción o de agresividad que observamos: rechazo de la escuela, conductas cotidianas antisociales y violentas, pero también drogas, delincuencia, depresiones, neurosis, suicidios. Algunos saben encontrar hermanos y hermanas excluidos y humillados con los cuales formar un clan donde la aventura, lícita o ilícita, alimenta la estima mutua, consoladora. Se vuelven antiescolares, tiranizan a los compañeros, los extorsionan y frustran a los docentes. Desesperantes, sus casos no son necesariamente desesperados (numerosas experiencias en las que la institución no sabe realmente sacar provecho lo demuestran).

La realidad del efecto Pigmalión se aplica también al docente que se acerca más a sus alumnos e incluso es más eficaz cuanta más confianza éstos le brindan… Unidos por una misma necesidad de estima, el docente vive bajo la mirada de los alumnos que viven bajo la mirada de su docente… Saber relacionarse y hacerse independiente es a su vez la condición y el signo de una buena madurez que, naturalmente y con la ayuda de la experiencia, cierto número de docentes sabe transmitir con su ejemplo.

No es ni más ni menos fácil ejercer el oficio de docente que el “oficio” de padres: la tradición, las convenciones y las recomendaciones pedagógicas o educativas, incluso iluminadas por el sentido común, no siempre pueden ser suficientes. El efecto Pigmalión invita a los pedagogos a retomar las relaciones que se establecen dentro de su vida profesional; a hacerse más atentos a sus motivaciones, conscientes o no, y a los juicios de valor que éstas implican en ellos mismos y en sus alumnos. El espejo que nos brindan las ciencias humanas, la psicología introspectiva así como la psicología social, puede permitirnos ver mejor nuestras propias motivaciones y comprender mejor lo que transmitimos, siendo lo que somos.

El efecto Perseo

Lo que remite a Perseo (el introspector), otro héroe del mito griego, portador del espejo que permite encontrar la buena relación consigo mismo y con el otro, sin ser inhibido –quedándose estupefacto- por la dificultad de ser: de pensar y de actuar, de enseñar y de aprender. Para continuar en este juego de apelaciones metafóricas, subrayemos que el trabajo con los docentes aporta la prueba de la eficiencia del efecto Perseo: a situación de dificultades concretas iguales (clases sobrecargadas, heterogéneas, socialmente desfavorecidas, etc.), el docente que considera sus propias motivaciones y la empatía hacia las de los alumnos, se hace psicológicamente más resistente porque es más comprensivo. Sufre cada vez menos esos “estresazos” de los que tantos docentes se quejan y su crítica del medio profesional y de los alumnos deja de ser obsesiva. Aprende a elegir de entre las alternativas pedagógicas que se le proponen, se muestra inventivo, abre nuevos caminos al deseo de aprender del niño y ofrece un diálogo allí donde se producía el enfrentamiento.

Por supuesto que no se trata de una poción mágica y esta observación no podría servir de justificación a lo ilógico de confiar las clases más difíciles a los docentes más jóvenes, ni a la insuficiencia de las medidas concretas respecto del marco, el ritmo y la organización de los programas escolares; y esto tampoco debe servir de justificación a la insuficiencia de la otra relación, la que existe entre las disciplinas, que cambiaría las características de los saberes, los haría más coherentes y atractivos, pero recurriendo sola a una “reforma del pensamiento” (Morin).

Pero es deseable que la constatación de estas insuficiencias reales no separe al docente de lo que estará siempre a su alcance: su capacidad de asomarse mejor a lo que sucede aquí y ahora, de evolucionar él mismo en y para su clase, para que pueda despertarse la felicidad de aprender… Algo que para el docente puede entenderse en dos sentidos: la felicidad de enseñar al niño, la felicidad de descubrirse a sí mismo a través de su relación con el niño y con la clase.

Prueba de ello dan directores de colegios y docentes: la agresividad de jóvenes con dificultades escolares y derivados de un establecimiento al otro, por causa de indisciplina, disminuye proporcionalmente con la acogida y la disponibilidad – y el apoyo psicopedagógico- que pueden encontrar en otro lado. Ya que, recordémoslo, detrás de la pereza se esconde un hambriento de éxito, detrás de la oposición extrema o detrás de la bravuconería, se esconde el pesar; y muchas veces en el puño cerrado, una mano que sufre por no ser tomada, comprendida.

Este cambio, por cierto, no se produce en todos los casos – puede necesitar de otras medidas- pero la complejidad de ciertas situaciones no debe hacer perder de vista la eficiencia de ciertas nociones simples y universales como la confianza depositada en el sujeto, como la capacidad de dar –y de recibir- la estima. La autoridad necesaria y el sentimiento cívico encuentran allí su mejor cimiento. Es claro que la escuela sólo podrá resolver su « crisis » basándose en las necesidades mejor comprendidas de los niños – que son también las de los docentes, de las familias y de la sociedad- y subordinando su objetivo de rendimiento al de desarrollo que necesariamente lo desborda y engloba. Esto no implica amputar el programa de las humanidades o de las ciencias, sino hacer que gusten. Lo cual invita a superar una concepción pasiva o reductora del aprendizaje y a dejar de oponer la instrucción y la educación. Generalmente muy bien formados para una, muchos docentes reconocen estar muy poco formados para la otra.

Y sin embargo los conocimientos, las técnicas y las herramientas de formación existen. Muchos han sido probados y evaluados, a veces de manera exhaustiva y oficial, como en Quebec. Apuntando a los dos polos del desarrollo, autorresponsabilidad y capacidad de diálogo, también en Francia son objeto de instrucciones ministeriales, pero todavía son seguidos escasamente por aplicaciones reales. En realidad existen horarios – horas de “convivencia de clase” o “de educación cívica y social”- que permitirían generalizarlos sin sobrecargar los programas. “En estos tiempos de interrogación urgente sobre el malestar de la escuela y sobre el fracaso escolar, causa central de las conductas desviantes, hay allí una vía real en la cual habría que internarse resueltamente”, escribe Bruno Mattéi (Cf. "Un Patrimoine éditorial. Pour un nouvel humanisme").

Incluso si las condiciones socioeconómicas no hacen más que hacerlas más explosivas, no sólo es en las zonas desfavorecidas donde se observan las consecuencias nefastas de un sistema donde prima la obsesión por la clasificación.

Para ir al fondo de las cosas, digamos que la humillación y la marginalidad que implica el fracaso escolar, más que de justicia, es un asunto de inteligencia política y de salud pública.

La verdadera prevención sería atender mejor las condiciones de un éxito humano que asegure el éxito escolar pero que no se reduzca a éste.


Fuente: texto publicado con el título "Le désir d’apprendre" [El deseo de aprender] (Efecto Pigmalión y Efecto Perseo) en la Revue de Psychologie de la Motivation [Revista de Psicología de la Motivación], L’école aujourd’hui et demain [La escuela hoy y mañana], N° 18, 1994. Retomado en la obra "Vivre s’apprend. Refonder l’humanisme" [Vivir se aprende. Refundar el humanismo].

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