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Lo “psíquico” al servicio de un humanismo iluminado

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Maridjo Graner, publicado el 29 de noviembre de 2010.

¿Cómo responder a la aspiración ancestral al amor y la justicia en las relaciones humanas, interpersonales y sociales? Frente al fracaso renovado de los mandatos de orden religioso y las imposiciones morales, deben explorarse los caminos de un nuevo humanismo. Los progresos de lo psíquico (exploración metódica de nuestras motivaciones íntimas) permiten vislumbrar la esperanza de una moral autónoma basada en el reconocimiento del bien que uno se hace a sí mismo cuando se inscribe en el bien común.

Amor y justicia: un mandato

Seis siglos antes de Cristo, Nabucodonosor escribía al rey de una ciudad vecina, utilizando escritura cuneiforme en una tablilla de arcilla (cito de memoria): “¿Preguntas por qué quiero apropiarme de tu ciudad? Es que su suelo contiene petróleo y betún”. Lo que, veintiún siglos después de Cristo sería, escrito en papel de diario o difundido por Internet: “¿Quiere saber por qué los pueblos hacen la guerra? Por la posesión del petróleo”. Entonces, ¿nada nuevo bajo el sol? Sin embargo sí, dos revoluciones:

  1. El mensaje de Cristo, que separa estas dos épocas en un antes y un después.
  2. El increíble progreso técnico que crea un abismo entre nuestros lejanos ancestros y nosotros.

La revolución introducida por el cristianismo puede resumirse en la diferencia entre el Código de Hammurabi, dieciocho siglos antes de Cristo (“ojo por ojo, diente por diente”), y la propuesta de “poner la otra mejilla”, así como el mandato “Ama a tu prójimo como a ti mismo”.

Sin embargo, el Código de Hammurabi ya introducía en el salvajismo de las relaciones humanas una propuesta de justicia, la igualdad entre el daño infligido al prójimo y la pena recibida: no más que un ojo por un ojo, un diente por un diente, pero no menos tampoco: la muerte por el asesino. El espíritu del cristianismo es totalmente diferente: atribuye al amor el valor supremo, por encima incluso de la justicia así entendida. ¿Acaso el amor, en sus diversas formas, amistad, fraternidad, etc., que establecen lazos entre los individuos y los grupos humanos, no les permitiría cooperar para su supervivencia común, a pesar de sus intereses disímiles y contradictorios? Pero a través de los siglos y hasta nuestros días, el humanismo que sostiene tanto el mandato de justicia como el de amor, no logró evitar los grandes y mortales conflictos que siguen desgarrando a la humanidad.

Un nuevo humanismo

En efecto, un mandato que no está acompañado por la comprensión de los impulsos y los obstáculos, internos (psíquicos) y externos (institucionales) en su implementación, no permite ajustarse a él. Debe pensarse pues en un nuevo humanismo, basado en el conocimiento del mundo exterior, lo que Diel denominaba lo psíquico. Éste está obligado a subsanar su retraso en el conocimiento del mundo exterior, magistralmente explorado por lo físico, antes que la destrucción de los recursos del planeta impida que la vida se desarrolle en la tierra.

En efecto, si actualmente nos encontramos en la encrucijada de los caminos que conducen, uno a la supervivencia, el otro, si no a la desaparición de la humanidad al menos a la reducción drástica de sus posibilidades de vida, es porque los progresos técnicos, maravilla de la vida en evolución, también se convirtieron en medios de destrucción a la medida de la desmesura de nuestra avidez de poder.

La tierra es nuestra casa (Edgar Morin). El hombre debe pues comportarse allí como dueño de una casa ahorrativa. ¿Pero cómo serlo si deja que su imaginación, convertida en la “loca de la casa”, lo arrastre hacia el siempre más, hacia sus deseos sin límites? La sabiduría impone economizar sus deseos para satisfacer mejor sus necesidades, la más inmediata de ellas: la de asegurar su supervivencia y la de sus descendientes. Sin esta economía de los deseos no existe una gestión duradera de los recursos capaces de satisfacerlos. La moral impuesta (heterónoma) debe ser reemplazada por una moral autónoma, basada en el conocimiento de las condiciones de una satisfacción razonable. Debemos pues comprender mejor los mecanismos de nuestra acción, centrar una atención introspectiva en los deseos y representaciones que motivan dichas acciones, en nuestras intenciones y las interacciones que éstas generan entre nosotros y nuestro mundo, pero también entre nosotros, humanos, para que estas interacciones resulten más satisfactorias.

Los aportes de lo psíquico

La Psicología de la Motivación (Paul Diel) atrae así nuestra atención al hecho de que elaboramos, en una incesante deliberación íntima, semiconsciente, semiinconsciente, un cálculo de satisfacción que evalúa y selecciona nuestros deseos según su “promesa de satisfacción”. Nos invita a detectar introspectivamente los resentimientos y las falsas justificaciones que falsean este cálculo de satisfacción y a seguir su camino en el círculo vicioso de la falsa motivación.

¿Cómo instaurar, en efecto, en las relaciones humanas, más amor y justicia, preocupación ancestral, si no comprendemos lo que nos empuja a ello y lo que se le opone? Cada uno sabe, sin inferir aún sus consecuencias, que es la satisfacción de las necesidades básicas del niño: seguridad física (garantizada por los cuidados), afectiva (garantizada por el amor recibido), espiritual (garantizada por una adecuada dirección educativa y la justicia de las intervenciones), la que refuerza la confianza del niño en sí mismo y en la vida que le espera. Esta confianza es el origen del amor a la vida y de todos los sentimientos positivos que pueden unir a los seres humanos entre sí, como el miedo es origen de las reacciones de defensa que los enfrentan. ¿Acaso Diel no decía que la falsa motivación era una “reacción de angustia”?

Pero todo niño se enfrenta necesariamente con frustraciones y renuncias, debido a que todos sus deseos no son realizables o deben tener en cuenta los de los demás.

Los padres deben oponerse a sus deseos peligrosos o inoportunos. Si lo hacen en un contexto de confianza y ternura, el niño, para permanecer en el amor de sus padres, renunciará a ellos sin ningún pesar. Pero no siempre es fácil mantener esta actitud ideal frente a las rabietas o el llanto de un niño. Tal vez sea más fácil ceder o considerar más eficaz imponer la obediencia autoritariamente. Estas reacciones pueden ser puntuales e inscribirse en relaciones suficientemente cordiales. Pero si son habituales, y justificadas por principio, se vuelven una fuente de provocaciones a las que el niño corre el riesgo de reaccionar con sus propias provocaciones. Si estas renuncias nunca les son impuestas, o lo son de manera autoritaria, o arbitraria, o acompañadas de sermones, amenazas o comentarios hirientes, entonces corren el riesgo de dar lugar a incesantes reivindicaciones, o pensamientos de venganza y desobediencia. O a una sumisión basada en el odio reprimido.

La necesidad de atenciones es natural. Demasiadas o insuficientes atenciones corren el riesgo de exaltar esa necesidad natural como una reivindicación agresiva de sus derechos o una búsqueda desesperada de reconocimiento, como resentimiento, indignación o súplica.

Necesidad de estima y falsas justificaciones

Demasiado acusado o demasiado y fácilmente disculpado, el niño adquiere la costumbre de justificarse. Esta costumbre puede perdurar en el adulto. La sabiduría popular la señaló en un refrán: “Quien quiere ahogar a su perro dice que está rabioso” (“Hay que atacar a Irak porque posee armas de destrucción masiva”, afirmó por ejemplo, sin pruebas, el presidente Bush).

Pone así de manifiesto una de las tendencias de la falsa motivación: la acusación, y sugiere que esta acusación tiende a reprimir la culpabilidad proyectando la culpa en el otro. Nadie, en efecto, puede vivir sin estimarse. Cuando supera la medida, bajo el efecto de la humillación o la adulación, la necesidad de estima alimenta la vanidad de aquel que reclama sentimental o agresivamente ser reconocido sin falta, no tener más que buenas intenciones y por ende tener todo el derecho.

Estas motivaciones básicas se encuentran en todos los niveles de la vida relacional, familiar y social, tanto entre individuos como entre Estados.

El chivo expiatorio, un fenómeno recurrente

Las luchas por el poder ponen en juego una agresividad dominante que conlleva una angustia de impotencia. Dan lugar a las “luchas de egos” que no sólo son generadas por el sector político. El odio, común o devastador, puede despertarse frente a cualquier obstáculo a nuestros deseos, si los justificamos como legítimos por el mero hecho de ser nuestros. Se encuentra con la necesidad de librarse de toda culpa. Nada mejor que responder a ello proyectando la culpa sobre la persona o el grupo que preocupa por su diferencia o sus logros en la lucha por el poder o, por el contrario, cuya debilidad los convierte en un blanco fácil; sobre cualquier persona o grupo cuya existencia consideramos incluso que desentona, por no decir que obstaculiza nuestros deseos.

Todos conocemos este fenómeno del chivo expiatorio. La peste negra del siglo XIV vio florecer a los “responsables” de la catástrofe. Judíos, pero también valdenses herejes o incluso brujos fueron masacrados, sin grandes resultados, hay que decirlo, en el desarrollo de la epidemia. Se trate de colonizaciones o de guerras y genocidios modernos, la autoproclamada superioridad moral, intelectual o “biológica” del agresor, justifica la defensa de su derecho por todos los medios. “Infieles” o “traidores”, o reducidos a un número en un “stock” de inmigrantes clandestinos, o peor “subhumanos” o incluso “ratas” o “parásitos”, cualquier maltrato y hasta el trato inhumano se admiten respecto de aquellos a quienes se les niega la dignidad humana, y con las “mejores” intenciones: las de restablecer la justicia o purificar al mundo de estas presencias contaminantes. Discriminación, segregación, exilio, limpieza étnica, exterminio, diferentes medios permiten alcanzar este “ideal” de pureza social. “Amo a la humanidad, es a la gente a la que no soporto”, le hace decir C. Schultz a ese conocedor del alma humana que es el perro Snoopy.

El engranaje de las provocaciones y agresiones

Sin llegar a estos excesos, pero conduciendo o pudiendo conducir a ellos, las falsas motivaciones alimentan las relaciones comunes de dominación-sumisión que se prolongan en pensamientos, fuentes de provocaciones incesantes. De las “agresiones”, “golpes bajos” y puñetazos que se intercambian las personas, a los cañonazos de los conflictos guerreros, esta violencia se intercambia con total “buena fe”: ya que ¡fue el otro el que me provocó! Se generan así mutuamente falsas justificaciones y resentimientos en una causalidad circular que las eterniza.

Y la insistencia de los rencores que perduran produce tanto las vendettas familiares como las continuas guerras o los bloqueos diplomáticos entre Estados. “China-Japón, nada es sencillo entre estos dos países que insisten con un eterno resentimiento” anclado en el doloroso recuerdo de la ocupación japonesa, puede leerse en un artículo de Le Monde. Nada fue sencillo entre Alemania y Francia, cada una dando vueltas a su venganza, de una guerra perdida por una a una guerra perdida por otra. Para la anécdota: amigos italianos nos hicieron partícipes de sus rencores aún persistentes hacia Napoleón ocupando Venecia.

Dar vuelta la página (eliminar los rencores) es más fácil para las víctimas de exacciones cuando los opresores acceden a su reclamo de reconocer sus sufrimientos, o al menos de no justificarlos más, o si los vencedores no imponen a los vencidos tratos humillantes.

Si no cada generación se ve o se siente obligada a revivir el daño hecho a las generaciones precedentes. La historia es una fuente de innumerables ejemplos de situaciones heredadas que complican hasta el infinito las relaciones entre pueblos y entre naciones. La historia de las relaciones de dominación alternadas entre Kosovo y Serbia es uno de esos ejemplos. Mencionemos también las secuelas de las colonizaciones, o de la masacre de los armenios.

La eliminación de los rencores

Producto de las reiteradas heridas al amor propio, la tendencia a la falsa justificación (tendencia innata pero que la educación recibida contribuirá a reforzar o debilitar), impide que la justicia se instale en las relaciones humanas. Del mismo modo, el excesivo amor a sí mismo (egocentrismo) se opone a incluir el amor de los demás (egoísmo consecuente) y proceder al establecimiento de instituciones que tienen suficientemente en cuenta el bien común.

Sin embargo, salvo en el caso de una perversión avanzada de nuestra búsqueda de satisfacción, preferimos tener relaciones de ayuda mutua y amistad, eventualmente de amor, con nuestros familiares y nuestro prójimo. Ahora bien, aún es posible, en principio, “poner la otra mejilla” al provocador. Es decir, no someterse a él, pero no dejar que su provocación alimente en nosotros indignación y odio.

El engranaje de las represalias no es una fatalidad. Toda la libertad, y por ende la responsabilidad individual, consiste justamente en la posibilidad para cada uno de responder a los estímulos no primero según su tenor agradable o desagradable, sino salvaguardando su propia estima. Incluso entre enemigos durante mucho tiempo irreconciliables, el reconocimiento de la humanidad del otro resulta un poderoso factor de solidaridad.

Perspectivas

Un siglo no bastaría para contener la violencia provocada por la ley del más fuerte que prevalece desde la noche de los tiempos.

Aunque las relaciones humanas se arraiguen más fuertemente en el impulso de cooperación, ayuda mutua y empatía, sin la cual la humanidad habría ya desaparecido, éste no hará retroceder el odio sin un mejor conocimiento de los caminos de la deliberación que favorecen tanto su aparición y su desarrollo como su disolución. Pero este conocimiento deberá encarnarse a nivel individual (relaciones interpersonales), social y económico para que dé sus frutos, y eso lleva tiempo.

Sin embargo, es así como permitirá promover en el origen, en las relaciones familiares y en la educación colectiva, la capacidad de responder a la violencia por otros medios que no sean la violencia y prevenir el odio mediante una atención mejor informada y más sensible a las necesidades fundamentales de los seres humanos. Numerosas acciones educativas ya se han adoptado en este sentido en los establecimientos escolares de diferentes países. Y en las instancias internacionales comienza a difundirse la idea proclamada por la Carta de la UNESCO de que “las guerras nacen en el espíritu de los hombres; es en el espíritu de los hombres donde han de levantarse las defensas de la paz”.

La "Revista de Psicología de la Motivación" participó desde sus comienzos en estos profundos movimientos de promoción de una cultura de la paz, y en mayor medida de la educación psicosocial, basada en caminos y prácticas innovadoras o confirmadas pero, particularmente en Francia, gravemente ignoradas. Éstas aportarían sin embargo a la aventura humana mayores posibilidades de “buena vida”, e incluso de supervivencia.


Fuente: Texto publicado en Idées-forces pour le XXIème siècle, obra colectiva, dirigida por A. Tarpinian, Ed. Chronique Sociale, 2009.

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