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Espacios propicios para una práctica social reflexiva

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María José Acevedo, publicado el 24 de noviembre de 2010.

“Le es imposible al individuo realizar sus elecciones personales sin tener poder sobre su vida. Es necesaria entonces la comprensión de la manera en que la sociedad actúa sobre él, pero también una acción concreta sobre la organización de su propia vida social cotidiana.” - Gérard Mendel.


¿En dónde se origina mi interés por analizar las prácticas sociales, tanto las cívicas como las profesionales, y los contextos actuales de su producción? Las escrituras autobiográficas han demostrado ya que las preocupaciones del investigador/interventor están íntimamente ligadas a los avatares de su propia existencia entretejida en las redes de la realidad histórico-social de su tiempo, y de los acontecimientos y encuentros que el azar sembró en su camino.

Si este estudio se propone objetivar las prácticas sociales y las condiciones que favorecen una reflexión sobre ellas, es porque parto de la comprensión de que no son entonces externas a mí, me incluyen en tanto ciudadana, docente universitaria y analista institucional implicada libidinal, ideológica y teóricamente en un proyecto colectivo de modificación de una realidad que no me conforma. El análisis de esas implicaciones, que René Lourau consideraba una exigencia ineludible de todo profesional de las ciencias sociales, me conduce a las figuras identificatorias de la infancia, y a la de los maestros que marcarían luego mi visión del mundo, y me permiten dar cuenta de las búsquedas y las elecciones que definen hoy el lugar desde el que reflexiono con ustedes y que es el la psicosociología clínica.

Es desde esa perspectiva teórico-metodológica que intento responder a los desafíos que me plantean la formación, la investigación y la intervención en contextos institucionales y grupales críticos, y la que me impulsa en la búsqueda de las herramientas más pertinentes para alcanzar ese objetivo.

En lo que concierne al planteo metodológico de la psicosociología clínica es necesario recordar que, como bien dice Michel Legrand, el clínico de las ciencias sociales, no es un técnico que aplica conocimientos elaborados en un laboratorio, o en la oficina técnica de alguna organización productiva, sino un práctico que, partiendo de las situaciones problemáticas a las que se enfrenta en el terreno, situaciones que generan sufrimiento y patología a nivel individual y colectivo, utiliza dispositivos aptos para acceder a su comprensión, y para actuar luego sobre ellas con el propósito de transformarlas.

Transformar la realidad es sin duda el objetivo que está en el horizonte de toda investigación y/o intervención llevada a cabo por cualquiera de las corrientes que constituyen la psicosociológica clínica, y es evidente que esa expectativa reclama cierto rigor de pensamiento para analizar los hechos sociales como así también pericia en el trabajo de campo. Comprender entonces para transformar y esto mediante el uso de instrumentos creados en función de posicionamientos teóricos e ideológicos bien determinados a los que denominamos “dispositivos” y cuya naturaleza trataremos de explicitar a continuación.

Naturaleza y usos de los dispositivos

Cuando el término “dispositivo” es utilizado en las ciencias humanas y sociales nos evoca inmediatamente el nombre de Michel Foucault. Es bien sabido que para este pensador los dispositivos eran aquello que articulaba las relaciones de poder y de saber en la sociedad. La sociedad – afirmaba Foucault- produce y reproduce discursos, saberes, técnicas, tácticas, instituciones, e incluso subjetividades, los que en determinadas circunstancias históricas conforman las figuras visibles de poder a las que la misma sociedad habitualmente ni siquiera reconoce como su producto. Los dispositivos entonces responden a objetivos estratégicos, pero no pueden ser atribuidos a la voluntad de poder de individuos, grupos o naciones determinados. Estos se benefician sin duda de esa posición de poder que les es conferida, y contribuyen deliberadamente a nutrirla a través de sus discursos y sus actos, pero el núcleo de su poder no resulta de la puja de fuerzas que los enfrenta, ni de la astucia desplegada por unos y otros. Los personajes, individuales o colectivos, en los que se concentra el poder son ellos mismos efecto de la microfísica de poderes y contra-poderes que constituyen el tejido social; la encarnación imaginaria del poder en algunos no hace sino impedir que la sociedad perciba y analice las piezas que componen esa microfísica en constante movimiento.

La perspectiva foucaultiana de los dispositivos pone el acento justamente en la variedad de los elementos que los constituyen, y en la complejidad de las posibles combinaciones entre ellos. También en el carácter estructural y, por ende, determinante de las relaciones sociales: los sujetos somos actuados, y hasta producidos, por esos dispositivos materiales-simbólicos-prácticos, los cuales se autogeneran y propagan habitando los cuerpos de manera azarosa.

Lo que en primera instancia resulta novedoso y atractivo de ese análisis es también lo que más rechazo nos produce: nuestro supuesto sometimiento a esos dispositivos de poder entendidos como engranajes anónimos a los que aportaríamos, aún sin proponérnoslo, y sobre los cuales no poseeríamos control alguno.

Si nos atrevemos a tomar las palabras del gran Foucault como una verdad parcial, teniendo en cuenta que sus razones fueron relativizadas por los detractores del funcionalismo y del estructuralismo – Castoriadis entre otros, como veremos más adelante- podremos rescatar una faceta del poder menos fatalista: la del poder “humano” de creación y de transformación, la del poder limitado, pero concreto, de convertir ciertos determinismos en condicionamientos, más o menos importantes, pero no insuperables.

En ese caso podremos reconocer y hacer uso de nuestra capacidad de imaginar dispositivos destinados a promover la emergencia de sentidos, a contribuir a la concientización y el análisis de los fantasmas, estereotipos y prejuicios que nos actúan, a cuestionar los mecanismos de los poderes que nos sojuzgan… comenzando por aquellos fuertemente instalados en nuestra propia subjetividad.

Desde esta otra perspectiva entendemos por dispositivo a un conjunto de elementos heterogéneos elaborados y combinados de manera tal de contribuir a la producción de un efecto previamente definido; su carácter es por lo tanto eminentemente estratégico, y sus alcances acotados al objetivo para el cual fueron creados. Debemos insistir en que los dispositivos construidos para servir los propósitos de las ciencias humanas y sociales están fundados en desarrollos teóricos y en principios éticos que legitiman su uso, y en función de los cuales deberán evaluarse los efectos producidos por ellos. Su flexibilidad, sin embargo, deriva precisamente de su carácter estratégico. Las estrategias, hemos afirmado hasta aquí, deben ser funcionales a los fines perseguidos, estos mismos definidos en coherencia con el modelo de individuo y el ideal de sociedad que se pretenden alcanzar; su construcción deberá responder entonces a una ajustada evaluación del estado del campo al que serán aplicadas. Pero la realidad, el trabajo científico no cesa de comprobarlo, se aviene mal a las previsiones, todo encuentro con la singularidad del caso tendrá algo de inesperado que obligue a repensar la estrategia.

Dos peligros son entonces a considerar en relación al empleo de los dispositivos:

  1. Toda vez que el dispositivo, debido a los excelentes resultados demostrados en el pasado, adquiere una relevancia tal que por un lado opaca las ideas a las que se propuso servir, y por otro impide el reconocimiento de las mutaciones del terreno, la estrategia deja de ser un medio apropiado para convertirse en una mecánica ciega a la singularidad de las situaciones y a la transformación de los contextos socio-históricos.
  2. Cuando en cambio lo que se produce es la distorsión opuesta, y el dispositivo es usado sin rigurosidad, modificando azarosamente sus elementos en un intento apresurado de reaccionar a los imprevistos, ahorrándose tanto el análisis de la nueva situación como la reconsideración de toda la estrategia en su conjunto, entonces se habrá comprometido el resultado esperado y, lo que es peor, será difícil determinar la incidencia de las distintas variables en ese fracaso.

¿Cuál sería entonces nuestro reaseguro como formadores, investigadores y/o interventores para no incurrir en esas desviaciones? ¿Cómo evitar aferrarse rígidamente a una determinada forma de hacer legitimada por la experiencia? ¿Cómo, sin mutilar nuestra potencialidad creativa, aceptar los condicionamientos que nos impone una práctica profesional coherente con los marcos teóricos elegidos?

La respuesta que por el momento podemos dar, en función de nuestra experiencia, a estas preguntas nada sencillas es: el recurso a un trabajo de reflexión sobre la práctica en el seno del colectivo de pares. Habiendo aclarado entonces a qué nos referimos al hablar de dispositivos psicosociológicos clínicos, y dado que esta presentación no hace posible desarrollar el tema en relación a los tres campos en los que actuamos – investigación, intervención, formación- optaremos por referirnos a los utilizados en el último de ellos.

Los dispositivos clínicos en el terreno de la formación

Para quienes nos definimos como psicosociólogos clínicos formar sujetos sociales no consistirá en trasmitir conocimientos o capacitar técnicamente. De lo que se tratará es de promover en los individuos en formación el desarrollo de la capacidad de problematizar la realidad, de tolerar la suspensión de las certezas, de recuperar sus experiencias pasadas, de analizarlas con otros, de realizar, en fin, una vuelta sobre sí mismos que derive en una profunda transformación personal.

Y ese proceso formativo es aún más complejo por cuanto en el curso del mismo el propio formador resultará re-formado. No sólo sus conocimientos previos se verán interpelados en la interrelación con los estudiantes y sus dudas, ese recorrido también lo llevará a cuestionarse su relación con el saber, a revisar sus elecciones y adhesiones, su vínculo real y fantasmático con la autoridad, la coherencia entre las ideas de las que ha decidido dar testimonio y cada uno de los pequeños actos de su vida profesional y cívica.

La formación de otros plantea desafíos que contribuyen a la propia formación, y en ese proceso el formador advertirá que si bien a veces es verdad el dicho popular que el alumno supera al maestro, no es menos cierto que en ese intercambio el alumno se ofrece como facilitador del crecimiento profesional y personal de su mentor.

Desde esta perspectiva la formación no es un proceso de orden estrictamente intelectual, es el encuentro de dos sujetos embarcados en un proyecto común que le da sentido a sus respectivas existencias, un sentido que no se les revelará de manera espontánea sino que irán descubriendo a lo largo de esa relación y de sus interacciones con la realidad que enfrentarán en el trayecto compartido.

En cualquiera de los ámbitos formativos que recorremos a lo largo de nuestras vidas - escuela, universidad, establecimientos laborales- será entonces necesario construir los espacios que, respondiendo al modelo pedagógico elegido, favorezcan el proceso de construcción identitaria que acabamos de describir. De allí que las distintas disciplinas de filiación clínica coincidan en la preocupación por elaborar dispositivos apropiados para promover el advenimiento de sujetos sociales con posibilidad de analizar ajustadamente la realidad, de pensarse a sí mismos en relación a ella, y de transformarla a través de sus actos. De allí también la voluntad de contribuir a la conformación y sostenimiento de instituciones sociales en las que la democracia no sea un simulacro.

Retomando desde este posicionamiento el tema específico de la formación y nuestra manera de concebirla, diremos en síntesis que ella supone, desde su inicio en el medio familiar hasta el último espacio público por el que transitamos, un proceso de socialización que, según las condiciones en las que se de, podrá tener carácter reproductor o emancipador.

Ahora bien, si revisáramos los discursos de la mayor parte de los modelos tradicionales de educación, más arraigados en nosotros de lo que quisiéramos admitir, seguramente comprobaríamos que coinciden en enfatizar el papel clave que juegan las instituciones educativas en la formación de individuos pensantes y libres. No obstante esa misma exploración nos mostraría cuán inadecuadas son para alcanzar dicha finalidad las metodologías utilizadas habitualmente. La escena del docente que trasmite los saberes consagrados a un auditorio pasivo y desinteresado se reitera casi fatalmente desde las aulas de la escuela hasta las aulas de la universidad. Años de recitar teoría de uno y otro lado del estrado, teoría cuya legítima elaboración es, además, imaginada como privativa de algunas mentes excepcionales, no pueden sino ahogar la pulsión epistemofílica propia sin embargo de la especie humana, según afirmaba Freud. Peor aún, tampoco es seguro que quienes hayan logrado salvar del naufragio algo de su curiosidad intelectual puedan encontrar algún vínculo entre el lejano y perfecto mundo de las ideas y la conflictiva realidad sobre la que les es dado operar. Ya en la escuela entonces los caminos del conocimiento comienzan a bifurcarse en una disociación que nada tiene que envidiarle a la dicotomía griega trabajo manual/trabajo intelectual, o a la división taylorista entre conceptores y ejecutores: por un lado el conocimiento docto de los libros, por el otro el conocimiento práctico surgido de la experiencia. Las batallas libradas entre “empíricos” y “teóricos” en los ámbitos de trabajo, y particularmente en aquellos consagrados al tratamiento de problemáticas sociales son, de acuerdo a nuestras observaciones, un clásico de las dramáticas institucionales. Sin duda este, como cualquier hecho social, resulta de la combinatoria de una multiplicidad de factores de toda índole, no obstante parece evidente que dispositivos de formación que pretendan inculcar saberes o conductas sin conmover la subjetividad de los individuos en formación no podrán generar en ellos la capacidad de apropiación y de creación.

Esa fue probablemente la preocupación de John Dewey cuando pensó a la acción pedagógica como un dispositivo que de lugar al aprender haciendo. Podremos acordar en mayor o menor medida con el pragmatismo de su propuesta, pero lo seguro es que la revisión de las propias experiencias pasadas que demanda del alumno el método del problema de Dewey, el involucramiento que le exige en la construcción de hipótesis y en la puesta a prueba de las mismas, alterará su subjetividad en una medida en que ningún curso magistral hubiera podido hacerlo: ”…es necesario que (el alumno) perciba la dificultad como su dificultad, como un obstáculo nacido dentro y en el curso de su experiencia, y que será preciso superarla si quiere alcanzar su finalidad personal, la integridad y plenitud de su propia experiencia”. Para Dewey, uno de los más célebres representantes de la Nueva Pedagogía, la escuela es una comunidad donde tiene lugar una vida colectiva real y, por lo tanto, donde los niños deben tener ocasión de desarrollar la capacidad de cooperación mutua “los métodos utilizados deben fomentar la actividad y la necesidad de creación que permite al niño expresarse, producir, y no solamente absorber; el programa escolar debe ser elegido de manera que provea al niño una visión precisa de la sociedad en la que vive, y de la parte que le corresponde en su desarrollo…”.

Fue apostando a la constitución de ese mismo tipo de sujetos que la Pedagogía Institucional, antecedente cercano del Análisis Institucional, propuso la autogestión pedagógica, para la cual establece reuniones consagradas al análisis de la organización interna, y de la manera en que las instituciones externas las atraviesan, instituyendo al mismo tiempo los roles múltiples, y frecuentemente contradictorios, atribuidos a los docentes. Aquel dispositivo, que tenía por objetivo poner al descubierto las determinaciones y contradicciones de las instituciones educativas y que, por lo tanto, parecía más inclinado a la transformación institucional que a la modificación de las personas, proponía además rescatar a los alumnos como actores co-productores de sentido: “El actor ejecuta…juega e interpreta su partitura o su texto, agrega seguramente algo, poco o mucho, a la obra inicial, pero no se vuelve el origen (autor) o uno de sus orígenes posibles…”. El análisis que este dispositivo habilita es un proceso colectivo del que cada uno deberá poder apropiarse conquistando la capacidad de autorizarse, de transformarse en su propio autor:“…la autorización es el hecho de autorizarse, es decir, la intención y la capacidad conquistada de devenir uno mismo su propio coautor, de querer situarse explícitamente en el origen de sus actos, y, por lo tanto, de uno mismo en tanto sujeto”.

Conviene en este punto detenernos para rescatar la aclaración realizada por los autores del texto que acabo de citar sobre el concepto de autonomía. Esa precisión nos parece tanto más necesaria cuanto en nuestra experiencia se trata de un concepto, que al igual que el de democracia, ha sido distorsionado por las tendencias de la posmodernidad y puesto al servicio de lo que Robert Castel denominará el individualismo negativo6, operando frecuentemente como justificación al repliegue narcisista y a la falta de reconocimiento del otro en sus intereses, necesidades, logros y sufrimientos. Muy cerca del planteo de Cornelius Castoriadis respecto de este tema Ardoino y Lourau advertían que llegar a reconocerse como co-autor de ciertos actos y elecciones no supone negar mágicamente las determinaciones e influencias anteriores: “La autonomía, la independencia esperadas, más allá de las primeras exigencias de dependencia y contra-dependencia, no son jamás, salvo imaginariamente, autarquía o autosuficiencia”.

El sujeto autónomo que pretendemos formar desde edades tempranas está lejos de los dos prototipos de individuo fabricados por el capitalismo: o el grupo de los “exitosos” que lograron anestesiar su conciencia moral y se lanzaron a una competencia sin tregua conforme al modelo darwinista de supervivencia de los “más aptos”; o el de la franja creciente de los vulnerables, los que perdieron el tren del desarrollo y sobreviven penosamente, como advierte R.Castel, siempre al borde de la desafiliación. Unos y otros, por razones muy distintas, desconectados de la vida colectiva. Reiteramos nuestra coincidencia con Castoriadis respecto de que hay otra subjetividad posible de ser construida, que coincide con su descripción de ese sujeto reflexivo y deliberante, la del sujeto que, sabiéndose parte integrante de una cierta sociedad y comprendiendo el sentido de su responsabilidad dentro de ella, se atreva a poner en discusión las instituciones y significaciones que lo condicionan a nivel del pensamiento y de la acción, pero que esté dispuesto también a asumir la condición trágica de su libertad: libertad riesgosa en la medida en que lo expone al error, y libertad limitada puesto que no existe si no es en relación a la libertad de los otros.

Advertimos entonces cuan ambiciosas aparecen las metas que se plantea la formación de la que hablamos: no se trata sólo de que las instituciones educativas produzcan niños y jóvenes instruidos y medianamente adaptados a la vida comunitaria, se trata de formar ciudadanos con mentalidad y hábitos democráticos, con capacidad de analizar con otros la realidad de manera crítica, y de cooperar en su transformación. Esa “otra sociedad” que resultaría de un cambio semejante de mentalidades, es evidentemente creación del imaginario social instituyente capaz de concebir un contra-modelo de la sociedad contemporánea. Pero es preciso admitir que los obstáculos que provienen tanto de la estructuración misma de la subjetividad como de la estructura de la sociedad, son tan poderosos como los deseos que invisten aquella utopía. Frente a ellos muchos se conforman con declamar el modelo soñado en los ámbitos públicos y privados, como si la enunciación de su posible advenimiento hiciera ya menos penosa la realidad presente. Otros, más urgidos quizás porque nuestras profesiones nos exigen intervenir activa y prontamente en situaciones en las que la salud y la vida misma de los individuos está en juego, debemos enfrentarnos al desafío de imaginar las estrategias, y de crear los instrumentos más apropiados para lograrlo. Y de hacerlo aún sabiendo que las concesiones operativas a las que nos obliga la institucionalización de lo nuevo, nos llevarán a resignar algo del brillo de aquella profecía inicial rupturista que nos inspira. Concesión, o más bien reconocimiento de que cualquier institución social no es otra cosa que una amalgama de elementos centralmente imaginarios pero también simbólicos y funcionales, de manera tal que la creación pura deberá encuadrarse en las leyes de ciertos códigos compartidos, y no podrá prescindir, salvo que se circunscriba a la categoría de sueño irrealizable, de atender en cierta medida a los imperativos de la razón práctica.

Sintetizando, la “sociedad autónoma” productora de “subjetividades reflexivas y deliberantes”, de la que nos habla Castoriadis, no puede obviar la construcción de espacios efectivamente aptos para la reflexión y la deliberación; y si bien es cierto que esos dispositivos no podrían ser pensados sin la capacidad imaginante de los seres humanos, también lo es que una vez creados se apartan del terreno puramente imaginario para convertirse en una condición material de la producción de aquel tipo de subjetividades.

Espacios de recuperación del sentido colectivo de nuestros actos

Gérard Mendel fundador de otra corriente del institucionalismo bien difundida en la Argentina -el Sociopsicoanálisis- realiza su contribución a la concreción del argumento utópico paradigmático inaugurado por la revolución francesa. Mito revolucionario aquel que, como señala Bronislaw Baczko, incluía una “utopía pedagógica”: el proyecto de formar al “hombre nuevo” capaz de instaurar el orden social anhelado, el de una sociedad igualitaria, de hombres libres y solidarios.

Para Mendel el sujeto psíquico que nace biológicamente determinado, hereda no obstante una tendencia propia de la especie, que el autor denomina el movimiento de apropiación del acto. Este impulsará más adelante al niño, a medida que desarrolla los distintos órganos de la percepción y sus capacidades motrices, a reapropiarse de aquellos actos que llevó a cabo en el intento de someter la realidad circundante a su voluntad. Recuperación para sí, entonces, de esos primeros actos que el sujeto vivió hasta allí como parte de su propio cuerpo, pero que una vez ejecutados dejaron de pertenecerle para integrarse a lo social. El movimiento de apropiación del acto será el sustrato sobre el cual, en el momento al que Mendel denomina la gran separación, se montará otra fuerza también inherente al ser humano, la fuerza de creación.

Detengámonos un momento en este punto fundamental de la teoría sociopsicoanalítica. Basándose en la lectura winnicotiana sobre la evolución del psiquismo infantil, Mendel explica que cuando el niño debe enfrentarse a uno de los episodios más traumáticos de su existencia que es el de comprobar que ya no se es uno con la madre, y que el mundo se resiste a sus deseos, la forma de superar tan dolorosa experiencia será darse la ilusión de que ese mundo con el que se encuentra es producto de su propia creación. Así da nacimiento al espacio transicional del que nos hablaba Winnicott, al mismo tiempo espacio de descubrimiento y de creación, espacio cuya condición es la presencia de una “madre suficientemente buena” que lo posibilite y lo sostenga. La fuerza de creación nace en ese espacio y Mendel la plantea como una potencialidad humana en busca de ámbitos propicios para su expresión.

La meta es entonces lograr que los micro-espacios sociales por los que transitamos a lo largo de la vida, y que deberán servirnos de apoyatura para ir forjando progresivamente nuestra personalidad psicosocial, nos ofrezcan un medio favorable para reapropiarnos de nuestros actos, actos que tienen el poder de modificar la realidad, pero de los que frecuentemente no nos vivimos como autores sino como simples agentes. El medio que concibe Mendel, al construir sus dispositivos, podría interpretarse como la recreación, en lo micro de las organizaciones, de aquella ágora descripta por Castoriadis, en la que los pares integrantes de una ecclesia contemporánea – los grupos homogéneos mendelianos- recuperarían el ejercicio de la democracia directa de la que gozaba la sociedad ateniense. Hemos comprobado, en nuestras numerosas experiencias de aplicación del Dispositivo de Expresión Colectiva de los Alumnos en las escuelas, cómo el mismo instala en las aulas las condiciones necesarias para que los niños y jóvenes se conviertan en co-autores de su propia socialización por el ejercicio de una participación activa y reflexiva en las cuestiones que les competen; y lo hacen no ya como hijos de la “gran familia” escolar, sino como grupo institucional comprometido con otros en la consecución de un objetivo común valorado socialmente.

Decíamos antes que la internalización de las pautas que posibilitan la vida en sociedad es parte esencial del proceso formativo que se inicia en la escuela. Es allí donde a partir de su propia experiencia, y no de los discursos adultos, los niños tendrán, o no, ocasión de empezar a comprender cuestiones tan trascendentes para sus futuras elecciones adultas como que individuación e individualismo no son sinónimos, que hay un punto en que la competitividad y la cooperación resultan antagónicas, que la autonomía supone responsabilización, que, finalmente, el sentido de la existencia no es una conquista solitaria sino una construcción colectiva y permanente.

Que los chicos encuentren en la escuela el marco organizacional donde pensarse a sí mismos como co-autores de su vida escolar, y donde comprender tempranamente que la versión única del mundo es una ficción autoritaria, tendrá -creemos con Mendel- repercusiones importantísimas en su forma de pensar la realidad y en sus prácticas sociales adultas.

Pero la construcción de lo que Mendel denomina nuestra personalidad psicosocial, si bien, cuando las condiciones están dadas, se inicia en la escuela como primer ámbito social por el que transitamos, no se completa allí. Es un proceso que se prolonga a lo largo de la vida y que requiere de una apoyatura institucional particular que las organizaciones de trabajo habitualmente no ofrecen: espacios de reflexión entre pares sobre los problemas de interés común derivados del trabajo cotidiano, y vías de comunicación y negociación con el resto de los colectivos institucionales. Esa es precisamente la función del Dispositivo Institucional Mendel, instalado en organizaciones más o menos complejas que demandan la intervención/investigación sociopsicoanalítica de los Reguladores formados en nuestro país, y sobre los cuales no hablaremos en esta oportunidad. Sí corresponderá en cambio referirnos al uso que hemos hecho de este tipo de metodología en las muy variadas formaciones de posgrado en las que nos ha tocado actuar.

El dispositivo sociopsicoanalítico aplicado a la formación continua

Recordemos brevemente que a nivel de la intervención institucional el dispositivo mendeliano se basa en la constitución de grupos homogéneos, pertenecientes al mismo ámbito institucional, que se reúnen en presencia de un Regulador externo, y que tienen libre elección respecto de las temáticas de interés común a discutir. La reflexión, propiciada por la figura externa que no tiene sobre el grupo ningún poder evaluativo, se apoya además en pautas muy rigurosas de funcionamiento; la legalidad instaurada así por el dispositivo regula los intercambios de acuerdo a los principios básicos de la socialización secundaria. El DIM aplicado a organizaciones de diverso tipo tiene de por sí un carácter formativo en la medida en que contribuye al desarrollo de los aspectos más maduros de la personalidad de cada uno, y al ejercicio de prácticas sociales basadas en la consideración de los otros y en la cooperación.

El uso de este dispositivo en la formación continua exige entonces ciertas adaptaciones cuidadosamente estudiadas a fin de no traicionar sus principios básicos. Para enfrentar ese desafío será necesario entonces cotejar cada una de las diferencias que se plantean entre las situaciones de formación a las que nos vemos confrontados y las previstas para el campo específico de la intervención institucional.

Comencemos por describir la dinámica de trabajo con este dispositivo al interior de un proceso de formación cuyo objetivo es promover la reflexión del grupo sobre las distintas dimensiones que integran su práctica profesional, incluido el impacto que este hacer tiene a nivel de la subjetividad de cada uno. La secuencia de la reflexión en este marco será la siguiente:

  • Un primer momento de exposición por parte del docente del eje teórico a trabajar en el encuentro,
  • Un segundo momento de trabajo en pequeños grupos homogéneos (idealmente 5 ó 6 personas). Se les solicitará a los integrantes de los pequeños grupos que, siguiendo las pautas de funcionamiento estipuladas por los dispositivos mendelianos, compartan primero sus respectivas experiencias profesionales ligadas al tema del día, que elijan luego el caso que consideren más representativo, y lo analicen con ayuda de los planteos teóricos desarrollados en el primer momento,
  • Un tercer momento de puesta en común en grupo amplio. Cada pequeño grupo, por turno y sin ser interrumpido, comunicará al resto lo trabajado internamente y las conclusiones parciales a las que han arribado.
  • Un cuarto momento de síntesis y cierre con el docente.

Explicaremos ahora cómo hemos intentado resolver uno de los escollos más importantes que presentan las distintas situaciones de formación continua cual es la heterogeneidad de los miembros del grupo dado que las carreras, cursos o seminarios de posgrado reúnen profesionales que, en la mayoría de los casos, provienen de distintas disciplinas y ocupan posiciones jerárquicas también diferentes.

Aclaremos antes que el criterio de homogeneidad grupal exigido por el dispositivo mendeliano responde a dos razones, la primera de índole sociológica y la segunda de naturaleza psicológica. Analicemos entonces cada una de ellas para comprender los fundamentos teóricos que obligan a mantener la condición de homogeneidad grupal en la adaptación del dispositivo original a las situaciones de formación. La Organización Científica del Trabajo instauró una división técnica y jerárquica de las tareas que permanece actualmente en la mayoría de los ámbitos laborales. Los dispositivos mendelianos no pretenden eliminar este sistema cuyos efectos de fragmentación han quedado demostrados hace largo tiempo, sí se propone contrarrestar esos efectos utilizando esas divisiones a favor de una restitución del sentido de los actos parciales y, por lo tanto de una reapropiación, por parte de los sujetos, del poder transformador de sus actos sobre la realidad. La constitución de grupos técnicamente homogéneos significa el encuentro regular de personas que se enfrentan cotidianamente a las mismas dificultades y que, la mayor parte del tiempo sin saberlo, participan de preocupaciones y expectativas similares. El espacio de reflexión común sobre esas temáticas es la ocasión de elaborar, a partir de las experiencias acumuladas, un saber de oficio que refuerza la identidad profesional y, sobre todo, permite rescatar el sentido de los propios actos, y el valor de la cooperación en el trabajo.

En lo que concierne a la división jerárquica de las tareas lo que el dispositivo pretende al evitar la presencia en los grupos de personas ubicadas en distintos niveles de la escala jerárquica, es el efecto inhibidor que tiene en la producción grupal la intervención de una figura de autoridad. El Sociopsicoanálisis ha conceptualizado largamente, desde una perspectiva psicoanalítica, cómo las figuras jerárquicas reales, independientemente de sus características personales, evocan en los sujetos las imagos parentales internalizadas, y de qué manera frente a esos superiores se activa en cada uno de nosotros una de las ansiedades humanas más arcaicas cual es el temor a la pérdida de amor de los padres. Esa vivencia inconsciente es productora de culpabilidad inconsciente y se opone a que el sujeto social adulto se apropie del poder sobre sus propios actos, poder que en la infancia estuvo efectivamente reservado a las figuras parentales.

Hemos encontrado entonces dos soluciones posibles para respetar la exigencia de homogeneidad de los grupos, aunque seguramente existen otras que deberán ser evaluadas en cada caso de acuerdo a la singular composición del colectivo en formación:

  1. utilizar el criterio de la pertenencia disciplinaria común en el momento primero de reflexión en pequeños grupos (por ejemplo constitución de un pequeños grupo de psicólogos, otro de trabajadores sociales, un tercero de abogados, etc), ó
  2. utilizar para la constitución de los pequeños grupos el criterio de desempeño profesional en la misma área (por ejemplo un pequeño grupo de personas que se desempeñan en el área de la educación, otro de profesionales trabajando en instituciones de salud, un pequeño grupo de gente que ejercen en dependencias de la justicia, etc.).

En ambos casos hemos visto cumplidos los objetivos del dispositivo mendeliano de favorecer una mayor comprensión de la realidad, y de las múltiples lógicas a las que ésta responde, produciendo asimismo una toma de conciencia del lugar que cada colectivo ocupa en la producción conjunta de un mismo valor social.

En cuanto al problema, menos frecuente pero más complejo, que representa la presencia en el grupo de profesionales pertenecientes a distintos niveles jerárquicos de una misma institución, hemos intentado impedir que esta situación interfiera negativamente en la reflexión grupal de la siguiente manera:

  • a nivel de la reflexión en pequeños grupos las personas fueron distribuidas en función de su nivel jerárquico (docentes/directivos, empleados/jefes, etc.),
  • a nivel de la reflexión en grupo amplio la palabra fue siempre otorgada primeramente a los grupos de base, y luego a los grupos jerárquicos.

Evidentemente los efectos psicológicos inconscientes del encuentro con la autoridad que la teoría mendeliana describe no desaparecen totalmente, pero el esquema igualitario de reflexión y expresión en ambos momentos del dispositivo, como así también el trabajo entre pares realizado previamente al interior de los pequeños grupos, han producido ya un fortalecimiento tal de la personalidad psicosocial de sus miembros, que el peso de la fantasmática familiarista al interior de los pequeños grupos de base resulta minimizado..

Esta estrategia impide en el primer momento que el pensamiento y la expresión dentro de los pequeños grupos se vean limitados por los fantasmas movilizados por la presencia de figuras de autoridad. En el segundo momento la riqueza de las argumentaciones elaboradas previamente, y el carácter grupal de esos planteos, harán que los grupos de base se sientan más autorizados para expresarse con libertad frente al grupo jerárquico. Este a su vez, antes de comunicar sus razones, habrá tenido oportunidad de escuchar los argumentos de las bases en condiciones que propician la real consideración de una lógica ajena a la del propio sector.

A modo de cierre

Señalaba al comienzo que los temas centrales en la vida de cada uno de nosotros, esos que impulsan nuestras búsquedas y le dan sentido a nuestra existencia, son los mismos que aparecen una y otra vez en cada una de nuestras producciones. No hacemos ni escribimos más que lo que somos, como diría Edgar Morin, con nuestros demonios a cuestas. Argumentos fantasmáticos en los que jugamos roles más o menos heroicos que el principio de realidad nos obligará finalmente a traducir en actos y discursos mucho menos brillantes y hasta prosaicos. Ocuparse de construir y animar dispositivos parece ser una de esas tareas que opacan la talla de los ideales, donde el pensamiento omnipotente se ve nuevamente sometido a las restricciones mezquinas del hacer. Creemos sin embargo que ese es el precio justo a pagar para el resguardo de las posibilidades cada vez más raras que nos ofrece la sociedad actual de pensar el mundo, de pensarnos en él y de contribuir conscientemente a su transformación. El acto que nos constituye como sujetos sociales –decía Mendel- no es reacción ante la realidad, es confrontarse con su resistencia, y sus dificultades siempre imprevisibles, a partir de un proyecto en el que la fuerza de creación, decisiva en el momento mismo del acto, habrá dejado ya su impronta. Es ella la que alimenta los procesos sublimatorios que están en la base de todas las creaciones culturales, ya se trate del arte, de la ciencia o del trabajo, potencial creativo que requiere inevitablemente de espacios propicios para su desarrollo.


Fuente : Conferencia en Universidad Nacional de Salta, 29 de Junio de 2007.

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